martes, 7 de junio de 2011

Libertad Dominical

Fue hace algún tiempo; más exactamente a mediados de 2006, cuando tenía 14 años. Adicional al típico desgano juvenil por asistir a misa, yo sufría de una inmensa curiosidad por la actitud de los demás frente a la asistencia a la iglesia. El resultado de mi curiosidad fue la negativa de asistir a misa de ahí en adelante hasta que sintiera que mi actitud fuese la adecuada.

Yo suponía que cada uno iba a vivir un momento de reflexión interior y de diálogo con Dios, con excepción de los niños que iban obligados por sus padres y de las señoras que hicieron de la capilla del barrio el mejor sitio para compartir los chismes de la semana.

Yo no tomaba en cuenta las misas incluidas en el horario escolar. Como todo colegio católico que se respete, incluía en su plan académico anual una hora semanal dedicada a la Eucaristía. De la misma forma, como en todo colegio católico que se respete, casi nadie tomaba en serio la misa; ni los alumnos, ni los profesores. La hora semanal de misa era la hora para “descansar los ojos”, recoger la plata del bingo/tómbola y para dar los avisos importantes (los de plata y reputación) del plantel aprovechando los minutos después de la comunión. Por esto, y más, esta clase de misa no podía incluirla en mi análisis: iban casi 150 tipos de 17 años promedio, con sueño acumulado de la noche anterior y, a veces, con un guayabo que no daba espera.

Sin embargo, excluyendo este tipo de misa, los niños y las señoras comunicadoras, aún encontraba actitudes extrañas en la gente que asistía.

Por un lado, estaban los jóvenes. Hablo de los que tenían entre 20 y 28 años. A simple vista uno diría que asisten a misa porque quieren. Son adultos, independientes y con una fe, por lo general, inculcada en familia. No tendría sentido que fuesen a misa por una razón diferente al encuentro periódico con Dios. Pero me equivoqué. Aún no sé porqué van, pero van, y no precisamente a ese diálogo. Para esa época, yo asistía a la iglesia de Manga con mi familia. Los veía entrar con su familia, novio (a) o amigos. En la misa, su actitud era similar a un animal en un zoológico. Parecían no encontrarse; miraban hacia arriba, bajaban la cabeza, buscaban compañeros de mirada a los lados, jugaban con sus manos, cuidaban al hermanito chiquito, o les sonaba el celular y contestaban en medio del desarrollo de la eucaristía. Hacían todo menos escuchar la misa que, aunque repetitiva, algo de enseñanza le traía a sus vidas. Yo no entendía por qué iban a desperdiciar una hora de su tiempo ahí; no me parecía lógico.

Por otra parte, estaban los padres. Unos tenían que lidiar con la desesperación de sus hijos por hablar, moverse y llorar. Otros batallaban con Morfeo, y otros hablaban del encuentro social previo a la misa en las afueras de la capilla. Yo no entendía (y no entiendo aún) por qué iban a gastar una hora en una misa que no aprovechaban pudiendo disfrutar ese tiempo en casa con su familia, por ejemplo.

A raíz de esta experiencia, mi curiosidad se hizo cada vez más grande. Todos los días cuestionaba aún más la disposición hipócrita de la gente ante la eucaristía. Me parecía un irrespeto hacia quienes sí aprovechaban la misa y hacia el sacerdote.

El problema era que yo era uno de esos hipócritas. Iba a misa sin saber ir a misa, a qué ir a misa y por qué ir a misa. Debo confesarlo: detesto a los hipócritas. Así, cada día veía más complicado pelear conmigo mismo. Ir a misa era ir en contra de lo que me disgustaba e ir en contra de mi mismo y, contrario a otros, a mí no me gusta pelear conmigo mismo. Por eso, decidí no ir más a misa hasta que considerara que mi actitud era la adecuada. Volvería ir a misa (salvo aquellos matrimonios familiares de los que nadie se salva) el día en que lograra aprender cómo ir a misa. Quizás pueda excusarme en la falta de ejemplos, y algunos dirán que mi día viene llegando, pero debo ser sincero: aún disfruto de esas horas libres los domingos.

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