Por Héctor Abad Faciolince.
Si quieren a alguien y temen por su vida (enfermedad, viaje riesgoso, oficio peligroso), le piden a Dios que lo proteja; si odian a alguien y lo quisieran ver muerto, le piden a Dios, con hermoso eufemismo, que-se-acuerde-de-él. Si efectivamente es Dios el que evita la muerte o el que nos la manda, ¿por qué un Dios infinitamente misericordioso permite que un niño se muera de hambre, o en medio de inmensos sufrimientos durante una enfermedad, o en algún accidente tenebroso? Y ¿por qué un Dios que es el espejo de la Justicia no les manda con más frecuencia un infarto a los tiranos, un derrame cerebral a los torturadores, un tembloroso mal de Parkinson a los sicarios? Porque los designios de Dios son insondables, responden los teólogos y con esta no-respuesta se lavan las manos.
Este año, sin embargo, mi Dios se ha acordado de dos dañinos hombres poderosos en ejercicio. En abril se acordó, mediante un accidente de aviación, del ultraconservador, homófobo, partidario de la pena de muerte, nacionalista a ultranza, intolerante, Lech Kakzyniski, presidente de Polonia. Como era además un católico ultramontano, yo me pregunto también de qué manera entenderán estas cosas de Dios los católicos ultramontanos. Si es Dios quien manda o evita la muerte, ¿por qué se la manda a su escudero más activo? Repetirán que los caminos de Dios son misteriosos. Y lo son: tantos Tupolev que ha tomado en su vida Fidel Castro, y acordarse mi Dios de uno de sus más fervorosos partidarios, y no del tirano cubano…
A finales del año pasado se murió de gripe AH1N1 el guardaespaldas y jefe de seguridad del presidente Correa de Ecuador. Poco después el mismo Correa cayó enfermo. Y como hacía apenas una semana había habido una cumbre de presidentes iberoamericanos en Quito (Chávez, Ortega, Uribe, la señora Kirchner), me imaginaba yo que Dios no iba a desperdiciar esta oportunidad natural para librar a media América Latina de sus mesiánicos hombres fuertes. Qué va: Correa se salvó y ninguno de los otros se enfermó siquiera. Quizá la justicia exista en el más allá, pero en el más acá no parece.
Sin embargo, esta semana la Señora Muerte se hizo de nuevo presente para recordarnos lo que ya sabía don Jorge Manrique: “así que no hay cosa fuerte/ que a papas y emperadores/ y prelados,/ así los trata la muerte/ como a los pobres pastores/ de ganados”. Con un infarto masivo del miocardio la Señora Muerte vino a llamar a la puerta del presidente que más se ha enriquecido con el corrupto ejercicio del poder en los últimos tiempos: Néstor Kirchner. Su fortuna, ya considerable antes de que él y su consorte llegaran al poder, se ha multiplicado sospechosamente en el último lustro. Pero de nada le valió tanto dinero. El ex presidente, el diputado de la República, el líder del Partido Justicialista, el secretario general de Unasur y el más firme candidato presidencial para las elecciones del año 2011, fue fulminado de repente. Como lo seremos todos.
La muerte no discrimina y no parece obedecer a un designio divino, sino a un dibujo azaroso y sin sentido. Se va llevando por igual buenos y malos. No era como creía, pesimista, De Greiff: “Señora Muerte que se va llevando/ todo lo bueno que en nosotros topa”. No es tan injusta porque también se va llevando todo lo malo con que nos topamos. Se lleva a los campesinos y a la gente de tropa, pero también a los más encumbrados. Lope de Vega la describió cuando llegó a llevarse al Rey Felipe II: “una mujer desgreñada/ está llamando soberbia,/ no porque no pueda entrar,/ mas porque al dueño respeta./ Sin ojos viene, aunque mira/ cuantos nacen, siendo ciega,/ y sin carne, porque acaba/ cuanta mortal carne encuentra”. Los poetas, tal vez, llegan a una conclusión más sabia que los creyentes: la muerte es ciega y mata por igual a niños, malos, buenos, emperadores, obispos, novelistas y tiranos.